Escucho a Leonard Cohen
Llega y me dice que llevó a su mamá al hospital: llevé a mi mamá al hospital. ¿Qué le pasó? Cagaba caca negra. Inmediatamente pensé en un mantra. Cagaba caca negra, cagaba caca negra, cagaba caca negra. Y eso es grave le pregunto. Lo están estudiando me dijo. Le digo que no es un caso tan grave. Que me ha pasado. Que bebo vino tinto y como calafate. Que me sale negro. Que puede que haya sido el caso de su madre. Que no me dice. Que mi madre no toma vino tinto. Que la época del calafate aún no ha llegado. Que la de mi madre como todos nosotros, siempre fue café. Le digo que una noche tomé licor de menta y la mía fue verde. Somos lo que cagamos le digo. Y así. La conversación fue derivando escatológicamente por rumbos impensados. ¿Y qué le dijo el médico? Nada. Le dio una aspirina y le recetó un libro. Es que no puede ser, le digo. Un médico nunca receta un libro, aunque debieran. Pero este sí. Le recetó un libro. Un libro que tenía que hervir en un litro de agua de mar. Luego colarlo. Tomarlo. Luego el color negro de la caca se esfumaría. Se tornaría azul. Un color más agradable. Un libro de Rubén Darío. Le digo que es un buen libro y que de seguro, será una buena caca la de su madre. Una caca preciosa. Una caca mediterránea. Eso espero me dice. Va al baño. Vuelve. Se fuma un último cigarrillo. Se despide. Se va. Escucho a Leonard Cohen.
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