Última Esperanza

Última Esperanza


Jósef y su esposa Janina, llegaron a Última Esperanza en la década del cuarenta. Llegaron con sus pequeños hijos, Jarek y Ela. Huyendo de una Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial. Necesitaban huir lo más lejos posible del recuerdo. Del tableteo de la metralla, del hambre que todo lo enturbia y de una inabarcable desdicha. Puerto Natales sería el remanso. Su lugar en el mundo, su pequeño paraíso privado. Cuando ocurre una catástrofe, necesitamos pensar en cambiar de aire, de territorio, de idioma y de mundo. Tres meses viajando dando tumbos, en caballos, carretas, trenes, barcos. Con horarios dislocados y emergencias desbocadas. Vida de polizontes y naufragios. Ropa mojada y galleta dura. Con la mirada perdida en un futuro difuso. Alimentados con el ansia del reposo y de una dicha siempre esquiva. De estarse quieto por fin en un lugar. De dormir en una choza que no sea una madriguera. De hacer suyas estrellas distantes. De poder lavarse la cara en un mismo sitio todos los días.

El poblado de Puerto Natales en la provincia de Última Esperanza, quedaba al sur del sur, en el extremo Sur. Si dabas un paso en falso podías perfectamente caer del mapa. Nada más lejos podías llegar. Si bien alguna ciudad más grande e importante se encontraba más al sur, Natales por tamaño, precariedad y desolación, no admitía competencia. Casas como dibujos de niños, una puerta dos ventanas y techos rojos. Barro y piedra en las calles. Algunos postes de luz que permitían dar una pálida idea de algo parecido a la sombra. Y algo fuera de lo común, una economía pobre y pujante, toda una contrariedad. Vastas extensiones de campos con millares de ovejas, trabajo abundante y alimentos al alcance del cuchillo. Si tenías hambre, recorrías una corta distancia y sacrificabas un cordero. El abigeato estaba tolerado y permitido. Valía más un kilo de lana que un borrego. Todo era posible. Era la Patagonia con leyes propias y poco estrictas. A esa gente no se le permitía tener más que lo suficiente para vivir. Y no digamos que los pobladores en esos confines eran felices, nadie lo es en ningún lugar ni todo el tiempo, sino que se aplicaban a una receta bíblica infalible: Todo lo demás vendrá por añadidura. Amén de un bar cada 200 habitantes, también existían seis periódicos que se publicaban simultáneamente, teatros y grupos anarquistas vociferantes que postulaban el cielo en la Patagonia.

A ese lugar en el mundo llegó Jósef Szabelewski, su esposa Janina y sus hijos Jarek y Ela. No le costó encontrar trabajo. En verdad trabajo era lo que sobraba en aquellos parajes. No hacía falta que no supiera el idioma, para trabajar en el campo no es indispensable conocer arameo antiguo. Te abocas a lo que tienes que hacer y ya. Era el encargado de mantener en funcionamiento las máquinas de esquila de los lanares. De poco contacto con la gente del pueblo, seguía la máxima por él no conocida del General Perón, de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. No era un hombre de demostrar afecto y cariño para los suyos, mucho menos para el extraño, extraños eran todos los habitantes del poblado. Pero el ingeniero era metódico y cumplidor. Fuera del trabajo se dedicaba a leer aquellas obras voluminosas que trajo desde Polonia. Libros de mecánica, física y química que ocupaban sus tardes y noches de descanso. Su carácter poco dado a establecer contacto con la gente del pueblo, poco a poco lo fue apartando de toda invitación a participar. Esa regla aun está establecida en aquel lugar. A él tampoco le interesaba en lo más mínimo. Ni siquiera se enteraba. Fue tildado de loco, de polaco loco. Lo extraño, lo fuera de lo común, lo que no sabemos, aquello ignorado, le ponemos un mote y avanzamos. A otra cosa.

No era lo que pensaba. Es que no era lo que pensaba. El olor de la lana y la mierda de ovejas atravesaba todo el pueblo. Gente alcoholizada tirada fuera de los bares. Era el tiempo en que todos los natalinos eran mexicanos. Arriba de un caballo dándose de tiros. Soledades encubiertas con gestos de altanería y desprecio. Burdeles atestados de viejas meretrices croatas. Un idioma esquivo ininteligible y las malditas casas para niños de techos rojos. Ese no era el lugar en el mundo que había soñado para él y los suyos. Para Janina, Jarek y Ela. Otro lugar en el Universo sería posible. Ya no en este mundo. Este mundo no era su mundo. Se había escapado del hambre y la desdicha, a un lugar en donde, hasta el fin de los tiempos sería tratado como polaco loco, el viejo de las herramientas o cabeza de fuego por el color de su pelo. No sería el escarnio de aquel maldito pueblo. No sería el hazmerreír de un pueblo oxidado y olvidado y vuelto a olvidar de la mano de dios. Tendría que encontrar el lugar exacto. Un lugar preciso. Un lugar en donde comenzaría su empresa. Una empresa que lo distinguiría del resto de los mortales. Y lo encontró en Puerto Prat, a veinticuatro kilómetros de Puerto Natales. Allí construiría su nave espacial.

Adquirió una carreta y una yunta de bueyes. Cada fin de semana durante dos años, emprendía viaje a Puerto Prat, y allí, en el mayor de los sigilos, construía su nave. Ni su mujer ni sus niños estaban enterados. Ya les comunicaría cuando la faena hubiese terminado. Todo servía, algunas cosas compraba, otras las tomaba por ahí. Tambores de fierro, latas de manteca, pernos, alambres, cartones, bolsas de arpilleras, maderas, clavos, sogas y todas aquellas cosas que sirvieran para su acometido. Lo extenso y variado de las cosas que servirían para el viaje, eran a todas luces insólitas, como por ejemplo; logró reunir cincuenta pares de botas de goma, treinta monturas de caballo, 30.000 caparazones de erizo, tres toneladas de espina de merluza. Sus estudios de química le ayudaron tras infinitos desmadres, a fabricar el combustible necesario. Una mezcla de guano de lamilla de mar, caca de oveja y cabeza de cerdo. Había calculado que con 470 tambores, tendría de sobra hasta lograr dar con su planeta. Con su lugar, ya no en este mundo, si no del Universo. Con el lugar más bonito del Universo.

El viernes por la tarde se lo comunicó a su esposa. Al día siguiente lo llevaría a ella y a los niños a su nuevo hogar. Le habló de su proyecto, de sus planes, de sus sueños. Sería -le dijo- una empresa menos riesgosa que vivir en ese pueblo de atolondrados borrachines. Le ofrecería a ella y los niños un cielo azul. Un cielo completamente azul. Ya sabemos que el cielo no es cielo ni es azul, pero se lo ofrecería. Su regalo de amor. Su tributo de amor. A ella y los niños. Seguidamente hizo dos cosas por él desusadas, abrió una botella de Zubrówka y cantó. Era la primera vez que Janina lo veía tomar y que lo escuchaba cantar. Seguramente también sería la primera vez y quizás la última vez, que alguien en Última Esperanza haya entonado el One man choir. Y fue feliz. Inmensamente feliz. Y bailó. Y su mujer se contagió, y sus hijos, y todos bailaban y cantaban, tanto que sus vecinos de Nueva Laredo chistaron y les hicieron callar. Él no paraba de reír. Yo el loco polaco decía. ¡Yo el loco polaco! Ya sabrán todos de qué es capaz este loco polaco. Junto a Janina, se tomaron la mitad del Zubrówka y durmieron el sueño más sueño de todos los sueños. El sueño de la completísima felicidad.

Había acondicionado la nave espacial como la cocina de su vieja Szczecin. Por fuera la nave era roja, del mismo monocorde color de los techos de las casas del pueblo. Aquello significaba ciertamente, que también había robado pintura de los estancieros locales. El espacio de la cabina era cómodo y confortable. Lo mismo las demás dependencias. La bodega atiborrada de alimentos para el largo viaje. Carne de cordero, de res, de cerdo y gallina. Patatas, arroz, zanahorias y una mata gigante de cilantro. Los ciento cincuenta metros de largo de la nave, la volvían imponente ante el paraje también imponente de Puerto Prat. Les advirtió a su familia que se amarrasen con las bridas de caballos que estaban allí dispuestas. Tocó el botón rojo de la tapa de bebidas La Pradera, y un enorme estrépito se sintió hasta en la Antártica. La tierra temblaba. El pasto se quemaba. Los cóndores enloquecían. El resplandor de mil soles luminosos encegueció a los habitantes del pueblo. Miles de liebres murieron fulminadas. Zorros muriendo de espanto. Guanacos en llamas. Pumas aterrorizados se lanzaban al suicido en Laguna Sofía. El huemul se extinguió completamente. En el pueblo, el Pastor Spiro Cárdenas con biblia en mano diciendo: se los advertí pueblo de pecadores, la palabra del Señor es grande, todo está en las santas escrituras, es el fin, vuestro fin, arrepentíos.

Pronto muy pronto, en un segundo, quedaba atrás Última Esperanza. Una manchita de nada desde la altura. La Tierra quedaba atrás ovalada en los polos y azul. Todo quedaba en el pasado mientras la nave se dirigía rumbo al futuro. Los cuatro, ebrios de tanta felicidad, bailaban una polka mazurca interminable. Fueron ocho minutos y diez segundos lo que tardaron en ponerse en órbita, y de allí no salieron. Sólo dar vueltas y vueltas por un cielo siempre magnífico de estrellas luminosas. Y fue pasando el tiempo, los años, siempre el mismo cielo de mierda, siempre el mismo puto cohete rojo, siempre el mismo paisaje inútil atiborrado de un cielo infinito. Los niños crecieron y ellos se volvieron ancianos. Primero fue su hijo Jarek el que enfermó gravemente y murió. Luego la hermosa Ela fue la que no pudo sobrevivir a un cáncer de mama. Más tarde fue el turno de su esposa Janina quien murió de pena y dolor, maldiciendo a Jósef.

No estaba mal en Puerto Natales se lamentaba. Podría haber soportado la burla destilada por los viejos chilotes. Su mierda de canciones mexicanas cantadas en los bares, sus borracheras perennes, esa manera de enfrentarse a balazos que tenían. Tendría que haber aprendido a comer milcaos. A cazar guanacos. A contrabandear caballos desde Argentina. A salir a mariscar con las viejas chalupas. A comer curanto sacados de un hoyo bajo la tierra. En cambio estoy acá, girando girando, dando vueltas y vueltas siempre por la misma ruta de mierda. He acabado con los seres que más quería. Soy un tonto y contumaz polaco loco. Eso es lo que soy.

Tomó una determinación. Se mataría. Haría explotar la puta nave. El sabía como hacerlo. El estruendo fue inmenso. El cielo se convirtió en un estercolero. Millones de fragmentos esparcidos en el espacio. Solamente algo permaneció intacto, él. Jósef Szabelewski. Todo se fue dando de manera efectiva y casual. Su cuerpo se puso en un ángulo en donde ofrecía menos resistencia. Entró de panza a la atmósfera. Redujo gradualmente la velocidad y se posó suavemente allí, en Szczecin, su pueblo natal. De donde nunca tendría que haber salido.


5 comentarios:

Magnífico.

Anónimo dijo...
13:09
 

Notable, Don Hugo...buenisimo..¡ me he reido y emocionado con este cuento..¡

Anónimo dijo...
04:07
 

pa mi k este gueon inventa gueas weon eso nunca ocurrio aca

Anónimo dijo...
11:15
 

P'tas que sos won Hugo, no vis que con estas historietas se va llenar de wones nuestra Ultima Esperanza. Se van a tomar nuestras cervezas y nuestros vinos. Van a instalar cafes, pizzerias y hospedajes en el centro.
¡Con razón no se encontraba ni un milcao en el costumbrista ctm!

Anónimo dijo...
17:32
 

Por la creación del FLN (Frente de Liberación Natalina) contra los nortinos. ¡Hasta la victoria siempre! ¡Patria o Muerte Venceremos!