Copi: Madame Pignou
Mme. Pignou se detuvo extasiada ante el escaparate de huevos de pascua de la esquina de Henri-Monnier y Victor-Massé. Llevaba sin comer una semana, no por falta de pan,ciertamente, sino por glotonería. No compraba más que un huevo de pascua cada año, y ayunaba durante una semana, relamiéndose por todos los escaparates del distrito 9 antes de elegir el huevo de pascua de sus sueños. Este era el adecuado. Sacó de su estuche, que guardaba en su viejo bolso de cuero negro, unos anteojos para mirar los precios. Se preguntó si cien quería decir diez francos o mil, y finalmente, ya decidida, entró en la confitería, e hizo sonar el timbre de la caja, que en este momento se hallaba vacía. Una joven prostituta, de tez fresca y un pequeño caniche bajo el brazo, por poco la atropella, entrando casi al mismo tiempo que ella. "Quiero una pizza", le dijo a la confitera, que en aquel momento salía de la trastienda. La confitera envolvió la pizza en un papel y se la dio, diciendo: "Tres francos con cincuenta, gracias". La otra cogió la pizza y comenzó a comerla, dándole las migas al caniche. "¿Qué huevo de pascua me aconseja Vd.?" preguntó Mme. Pignou a la confitera. "Depende de la edad" respondió aquélla. "Es para mí" dijo Mme. Pignou, y oyó la risa de la prostituta a su espalda. Mme. Pignou se volvió, indignada. "Señorita", dijo la confitera, "las pizzas se comen fuera, si hace el favor". La joven prostituta salió, empujando con un codo la puerta de cristal, y con el perrito en la otra mano. "Yo había pensado en el huevo del medio" dijo pensativa Mme. Pignou, "el de la cinta rosa". La confitera se dirigió a buscarlo. "Pero ¡es intolerable!" gritó al llegar al escaparate, "¡la chica ésa está poniendo a mear a su perro en mi acera!" Y salió de la confitería apostrofando a la joven prostituta. Mme. Pignou se acercó al escaparate, pero no pudo oír nada. La confitera gesticulaba, el caniche la mordió en la pantorrilla, la joven prostituta cogió el perrito y huyó con él hacia la Rue Frochot.
Mme. Pignou abrió la puerta y va hacia la confitera que camina trabajosamente; ésta le dice educadamente a Mme. Pignou: "No es nada, madame, se lo agradezco. Venga, entremos en la confitería ¡aún nos queda mucho por sufrir! ¡Y, primero, cerremos la puerta con llave!" Hizo sentar a Mme. Pignou en una silla de fórmica y fue a cerrar la puerta con llave. Cojeando aún, la confitera trajo una barra de hierro que cruzó sobre la puerta de vidrio, luego se escurrió detrás de la caja y se puso a sollozar. Mme. Pignou se levantó de la silla de fórmica y fue hacia el escaparate. Allí, escondida tras las filas de huevos de pascua, miró a derecha e izquierda. La calle Henrie-Monnier5 estaba desierta, como todos los domingos por la tarde; sólo la joven prostituta, con el caniche debajo del brazo, se mantenía parada delante del escaparate de la confitería. Cuando descubrió a Mme. Pignou entre los huevos de pascua, lanzó con todas sus fuerzas contra la vitrina el trozo de pizza que aún le quedaba, que quedó allí pegado; Mme. Pignou sintió como un sobresalto. Tras la pizza, que se escurría por el vidrio del escaparate, la joven prostituta reía a grandes carcajadas. La confitera sollozaba cada vez más. "¡Es mi hija!" consiguió farfullar. Mme. Pignou buscó nerviosamente sus anteojos en su estuche, miró primeramente a la joven prostituta, que le hacía muecas, lamiendo con su larga lengua la pizza pegada al vidrio. Luego, Mme. Pignou, atravesando la confitería, observó los rasgos de la confitera sacudida por los sollozos detrás de la caja. Mme. Pignou sintió el sudor frío del miedo recorrerle la espina dorsal. Volvió a sentarse en la silla de fórmica. La confitera vino hasta ella cojeando y le dijo: "¿Se siente Vd. bien, madame?"; por primera vez tomaba conciencia de la avanzada edad de Mme. Pignou y tuvo miedo de un posible infarto. Pero Mme. Pignou tenía un corazón sólido. Dijo con la máxima firmeza posible: "Estoy bien, gracias". Esto sirvió de pretexto a la confitera para ponerse a sollozar de nuevo y a la joven prostituta para empezar a pegar puñetazos y patadas en el escaparate, hasta llegar a hacer temblar los huevos de pascua expuestos en él, lo que enfureció a la confitera, que se precipitó hacia el cristal gritando "¡Cochina! ¡Cochina!" adoptando los mismos gestos que la otra, al otro lado del escaparate. Mme. Pignou sacó un pañuelo de viejo encaje de su bolso y se enjugó la frente; sobre el pañuelo quedaron motas de polvos blancos. Oyó entonces el llanto de un bebé en la trastienda, intentó alertar a la confitera, pero ni una palabra lograba salir de su boca, se había quedado completamente muda. Un bebé apareció gateando por detrás del mostrador, en un estado de suciedad indescriptible y lleno de chocolate hasta los pelos. Era una niña. Se arrastró hasta Mme. Pignou y se agarró a su falda, manchándola de chocolate. La confitera se precipitó sobre ella, abofeteándola violentamente. "Nadia, Nadia" gritaba, "¿vas a dejar de molestar a la señora?" Tomó a la pequeña en brazos y entró cojeando en la trastienda. La joven prostituta aplastó la mejilla contra el cristal del escaparate y se puso a llorar convulsivamente. "También es desgracia" dijo la confitera volviendo de la trastienda, "no solamente me dejó su criatura, sino que además ¡viene a hacer la calle delante de la confitería!". Mme. Pignou tosió y recobró el uso de la palabra. "¿Vd. estaba en la confitería de la esquina Rue des Martyrs y Victor-Massé?" le preguntó. La confitera se mostró sorprendida. "Estuve allí como aprendiza hasta los dieciocho años", respondió. "Me acuerdo de Vd.", dijo Mme. Pignou. "Vd. era la huerfanita de las gafas." "¿Es Vd. del barrio?" preguntó estúpidamente la confitera. "Lo frecuentaba en otro tiempo" dijo Mme. Pignou. Miró en torno suyo los huevos de pascua colocados en apretadas hileras, sobre pequeños estantes que llegaba casi hasta el techo. Para sus ojos fatigados, todos los huevos se confundían entre sí; sacó sus gafas. En efecto, todos los huevos eran parecidos: aproximadamente quince centímetros de altura; diferían, sin embargo, en un punto: unos tenían una cinta rosa y otros una cinta azul. "El rosa es para las, niñas, y el azul para los chicos" dijo la confitera, como si hubiera adivinado sus pensamientos. Mme. Pignou se llevó maquinalmente la mano a la garganta y se tocó la estrecha gargantilla de terciopelo negro que la rodeaba, luego su mentón empolvado, y sus escasos cabellos de un blanco inmaculado. Se apoyó en su bastón para levantarse y fue a mirarse en un espejo situado entre dos huevos de pascua. Permaneció así durante casi un minuto, observando la escena que ocurría ahora en la confitería, sin llegar a creerlo del todo. La joven prostituta se había puesto a mear en la acera (para hacerlo se había levantado la minifalda de lamé, debajo de la cual no llevaba nada, y el pequeño caniche en tanto lamía la orina que arroyaba), la confitera había ido a buscar a la niña en la trastienda y volvía con ella en brazos. A través del espejo Mme. Pignou se dio cuenta de que la niña no estaba cubierta de chocolate, sino que era negra. Llevaba prendida una cinta rosa resplandeciente en su pelo crespo. "Fue con un negro con quien pecó" dijo la confitera, sacudiendo a la niña para que se callara. Mme. Pignou se desinteresó de la escena. Fijó en el espejo sus propios ojos y no vio sino dos moscas sobre un huevo, se ajustó mejor las gafas, observó, y vio su catarata: el azul con tierra de siena alrededor, se confundía con el blanco de zinc y, en el centro, un pequeño punto negro. Intentó fijar el pequeño punto negro, pero fue imposible. "Me estoy haciendo vieja" dijo en voz alta. "Tiene Vd. suerte, madame" respondió la confitera de inmediato, "Vd. al menos vive en paz". Y la niña se puso a llorar de nuevo. "Yo también hice la calle, ahora soy una vieja" dijo Mme. Pignou. La confitera no la escuchaba. Sacudía a la niña para que se callara. Mme. Pignou entrecerró los ojos, intentando reconocer en el espejo la cara altiva de otros tiempos, cuando subía y bajaba la Rue des Martyrs en busca de un hombre que le llenara la alcancía.
Se acordó del último, M. Pignou, que la sacó del arroyo y le legó un pequeño apartamento de dos piezas en un quinto piso sin ascensor de Rue Houdon. Todo lo que ella había ido ahorrando entretanto había venido a parar a su hija, que era ni más ni menos que la confitera que veía en el espejo. "¿Qué precio tiene el huevo?" preguntó. "¿Cinta azul o cinta rosa?" preguntó a su vez la confitera. "Rosa" dijo Mme. Pignou. "Rosas hay varios" dijo la confitera, "¡tenga! Sosténgame esto". Y le pasó a la pequeña mulata, que se puso a llorar de nuevo. Mme. Pignou no había cogido jamás un niño en sus brazos. Se desplomó en la silla de fórmica y la apretó contra sí muy fuerte, lo que irritó a la pequeña, que empezó a arañarla cruelmente en la cara, pero el miedo a dejarla caer era demasiado fuerte en Mme. Pignou para poder reaccionar. La confitera, por su parte, había ido a la trastienda y volvía ahora con una escopeta de caza. Apuntó con ella al escaparate y disparó muchas veces, los huevos volaron hechos trizas. La joven prostituta dio un grito y fue a esconderse detrás de un coche. "¡Se me ha escapado la muy puta!" gritó la confitera."¡Lástima que no tenga más cartuchos!" La joven prostituta saltó de detrás del coche y lanzó un adoquín contra el cristal del escaparate, que saltó en mil pedazos. Mme. Pignou fue alcanzada en la frente por una esquirla de cristal. Apretó aún más fuerte contra
sí a la pequeña Nadia, que aullaba cada vez más fuerte, y fue a esconderse detrás del mostrador, entre los sacos de harina. La pequeña, felizmente, no estaba herida, pero Mme. Pignou sangraba abundantemente por la frente. Metió la cabeza detrás del mostrador en el preciso momento en que la joven prostituta, lanzando un grito de guerra indio, penetraba en el interior de la confitería por el boquete del escaparate. Sacó una navaja automática del escote y apuñaló salvajemente a la confitera en la garganta, que, jadeando, intentó agarrarse a los estantes, derribándolos todos sobre sí. La joven prostituta se ensañó aún en el cuerpo de la confitera, clavándole varias veces la navaja en el vientre y en la espalda; la otra acabó hundiéndose en un mar de sangre. La joven prostituta se levantó lentamente, apoyándose en el cadáver de la confitera, y se echó para atrás la mecha rubia que le caía por la frente con el revés de la mano cubierta de sangre. "¡Hala!" dijo, y escupió sobre el cadáver de la confitera, propinándole además una patada en la cara. La pequeña Nadia, a la que Mme. Pignou apretaba en su brazos, batía palmas y se reía a mandíbula batiente. La joven prostituta se derrumbó en la silla de fórmica y se puso a sollozar, manchándose las mejillas con las manos inundadas de la sangre de la confitera. Luego cubrió el cuerpo de la confitera con sacos de harina y los regó de ron. Mme. Pignou apretaba tanto contra sí a la pequeña Nadia que tuvo miedo de asfixiarla. "Voy a salir" se oyó decir con voz firme. La joven prostituta no la oyó. Fue a buscar una caja de cerillas detrás de la caja riendo como una loca. Prendió el ron de los sacos, que echaron a arder al instante y se puso a saltar entre las llamas, lanzando gritos. Mme. Pignou recobró sus bríos juveniles, se precipitó sobre su viejo bolso de cuero negro caído en tierra, e introdujo en él a la pequeña mulata. Se dispuso a atravesar el escaparate.
La joven prostituta se había convertido en una antorcha viviente que corría en todas direcciones, estrellándose contra los espejos y haciéndolos pedazos. Mme. Pignou se armó de valor y atravesó la confitería con su bolsa, en la que iba metida la pequeña Nadia bajo el brazo. A punto estuvo de caerse al tropezar con el cadáver de la confitera. Finalmente logró trepar por el escaparate, y se dejó caer al exterior. Las llamas habían alcanzado ya toda la confitería, y una inmensa humareda empezaba a extenderse desde el interior. Arrastró algunos metros el bolso que contenía a la pequeña Nadia, se sentó sobre la acera y lo abrió. Del bolso salió una espesa nube de humo, la pequeña Nadia había muerto asfixiada. Mme. Pignou la depositó en el agua de la cuneta, que corría abundantemente. Se puso en pie, apoyándose en el parachoques de uno de los coches aparcados y se volvió para contemplar el escaparate de la confitería, cuyas llamas alcanzaban ya más de dos metros. Los vecinos salían a observar, se oían las sirenas de los bomberos. Mme. Pignou recobró su porte de antaño para recorrer los pocos metros que la separaban del incendio. Ya ante la vitrina, tuvo un momento de vacilación. Una explosión hizo volar lo poco que quedaba del escaparate. El interior de la confitería era como una marmita de chocolate hirviendo. Los cadáveres de la confitera y la joven prostituta flotaban allí en medio. Una espesa humareda salía de la trastienda. Mme. Pignou frunció los ojos, y vio en medio de la humareda la cara de su madre, lavandera del Canal St.-Martin, a la que no había podido conocer. Vio la cara de su madre como en un medallón, tal como siempre se la había imaginado. Los bomberos detenían sus coches delante de la confitería, Mme. Pignou continuó su camino, llegó a la esquina de la Rue Frochot y se volvió. El fuego se había extendido a todo el edificio, había heridos graves; intentaban reanimar a la pequeña Nadia con un balón de oxígeno. Mme. Pignou sacó sus gafas para ver la escena más de cerca. Los cadáveres de la confitera y la joven prostituta habían sido colocados en sendas camillas y subidos a una ambulancia. En cuanto a la pequeña Nadia, el equipo de médicos se esforzaba por salvarla, los vecinos se precipitaban a ofrecer su sangre. Mme. Pignou recogió su bolso, dejó caer las gafas. Subió trabajosamente la Rue Frochot, toda llena de moretones, su viejo vestido negro hecho jirones, un chichón en la frente, y la cara cubierta de sangre. Al llegar a Place Pigalle, fue a refrescarse la cara en la fuente. La vendedora de periódicos del domingo vino a ver qué le ocurría, y le gruñó: "Otra vez ha vuelto a caerse en la cuneta, Mme. Pignou ¡es usted incorregible!" Mme. Pignou sacudió la cabeza de izquierda a derecha, y señaló con mano temblorosa la columna de humo que se veía salir del comienzo de Rue Frochot; la vendedora de periódicos, lanzando un grito, se dirigió corriendo al lugar del siniestro. Varios coches de bomberos llegaban de Place Clichy. "No es verdad" se dijo Mme. Pignou. Recogió del suelo su huevo de pascua, que se le había caído, y subió hacia su casa, un quinto piso de la Rue Houdon. Se sentó a la mesa y devoró el huevo en tres minutos.
Mme. Pignou abrió la puerta y va hacia la confitera que camina trabajosamente; ésta le dice educadamente a Mme. Pignou: "No es nada, madame, se lo agradezco. Venga, entremos en la confitería ¡aún nos queda mucho por sufrir! ¡Y, primero, cerremos la puerta con llave!" Hizo sentar a Mme. Pignou en una silla de fórmica y fue a cerrar la puerta con llave. Cojeando aún, la confitera trajo una barra de hierro que cruzó sobre la puerta de vidrio, luego se escurrió detrás de la caja y se puso a sollozar. Mme. Pignou se levantó de la silla de fórmica y fue hacia el escaparate. Allí, escondida tras las filas de huevos de pascua, miró a derecha e izquierda. La calle Henrie-Monnier5 estaba desierta, como todos los domingos por la tarde; sólo la joven prostituta, con el caniche debajo del brazo, se mantenía parada delante del escaparate de la confitería. Cuando descubrió a Mme. Pignou entre los huevos de pascua, lanzó con todas sus fuerzas contra la vitrina el trozo de pizza que aún le quedaba, que quedó allí pegado; Mme. Pignou sintió como un sobresalto. Tras la pizza, que se escurría por el vidrio del escaparate, la joven prostituta reía a grandes carcajadas. La confitera sollozaba cada vez más. "¡Es mi hija!" consiguió farfullar. Mme. Pignou buscó nerviosamente sus anteojos en su estuche, miró primeramente a la joven prostituta, que le hacía muecas, lamiendo con su larga lengua la pizza pegada al vidrio. Luego, Mme. Pignou, atravesando la confitería, observó los rasgos de la confitera sacudida por los sollozos detrás de la caja. Mme. Pignou sintió el sudor frío del miedo recorrerle la espina dorsal. Volvió a sentarse en la silla de fórmica. La confitera vino hasta ella cojeando y le dijo: "¿Se siente Vd. bien, madame?"; por primera vez tomaba conciencia de la avanzada edad de Mme. Pignou y tuvo miedo de un posible infarto. Pero Mme. Pignou tenía un corazón sólido. Dijo con la máxima firmeza posible: "Estoy bien, gracias". Esto sirvió de pretexto a la confitera para ponerse a sollozar de nuevo y a la joven prostituta para empezar a pegar puñetazos y patadas en el escaparate, hasta llegar a hacer temblar los huevos de pascua expuestos en él, lo que enfureció a la confitera, que se precipitó hacia el cristal gritando "¡Cochina! ¡Cochina!" adoptando los mismos gestos que la otra, al otro lado del escaparate. Mme. Pignou sacó un pañuelo de viejo encaje de su bolso y se enjugó la frente; sobre el pañuelo quedaron motas de polvos blancos. Oyó entonces el llanto de un bebé en la trastienda, intentó alertar a la confitera, pero ni una palabra lograba salir de su boca, se había quedado completamente muda. Un bebé apareció gateando por detrás del mostrador, en un estado de suciedad indescriptible y lleno de chocolate hasta los pelos. Era una niña. Se arrastró hasta Mme. Pignou y se agarró a su falda, manchándola de chocolate. La confitera se precipitó sobre ella, abofeteándola violentamente. "Nadia, Nadia" gritaba, "¿vas a dejar de molestar a la señora?" Tomó a la pequeña en brazos y entró cojeando en la trastienda. La joven prostituta aplastó la mejilla contra el cristal del escaparate y se puso a llorar convulsivamente. "También es desgracia" dijo la confitera volviendo de la trastienda, "no solamente me dejó su criatura, sino que además ¡viene a hacer la calle delante de la confitería!". Mme. Pignou tosió y recobró el uso de la palabra. "¿Vd. estaba en la confitería de la esquina Rue des Martyrs y Victor-Massé?" le preguntó. La confitera se mostró sorprendida. "Estuve allí como aprendiza hasta los dieciocho años", respondió. "Me acuerdo de Vd.", dijo Mme. Pignou. "Vd. era la huerfanita de las gafas." "¿Es Vd. del barrio?" preguntó estúpidamente la confitera. "Lo frecuentaba en otro tiempo" dijo Mme. Pignou. Miró en torno suyo los huevos de pascua colocados en apretadas hileras, sobre pequeños estantes que llegaba casi hasta el techo. Para sus ojos fatigados, todos los huevos se confundían entre sí; sacó sus gafas. En efecto, todos los huevos eran parecidos: aproximadamente quince centímetros de altura; diferían, sin embargo, en un punto: unos tenían una cinta rosa y otros una cinta azul. "El rosa es para las, niñas, y el azul para los chicos" dijo la confitera, como si hubiera adivinado sus pensamientos. Mme. Pignou se llevó maquinalmente la mano a la garganta y se tocó la estrecha gargantilla de terciopelo negro que la rodeaba, luego su mentón empolvado, y sus escasos cabellos de un blanco inmaculado. Se apoyó en su bastón para levantarse y fue a mirarse en un espejo situado entre dos huevos de pascua. Permaneció así durante casi un minuto, observando la escena que ocurría ahora en la confitería, sin llegar a creerlo del todo. La joven prostituta se había puesto a mear en la acera (para hacerlo se había levantado la minifalda de lamé, debajo de la cual no llevaba nada, y el pequeño caniche en tanto lamía la orina que arroyaba), la confitera había ido a buscar a la niña en la trastienda y volvía con ella en brazos. A través del espejo Mme. Pignou se dio cuenta de que la niña no estaba cubierta de chocolate, sino que era negra. Llevaba prendida una cinta rosa resplandeciente en su pelo crespo. "Fue con un negro con quien pecó" dijo la confitera, sacudiendo a la niña para que se callara. Mme. Pignou se desinteresó de la escena. Fijó en el espejo sus propios ojos y no vio sino dos moscas sobre un huevo, se ajustó mejor las gafas, observó, y vio su catarata: el azul con tierra de siena alrededor, se confundía con el blanco de zinc y, en el centro, un pequeño punto negro. Intentó fijar el pequeño punto negro, pero fue imposible. "Me estoy haciendo vieja" dijo en voz alta. "Tiene Vd. suerte, madame" respondió la confitera de inmediato, "Vd. al menos vive en paz". Y la niña se puso a llorar de nuevo. "Yo también hice la calle, ahora soy una vieja" dijo Mme. Pignou. La confitera no la escuchaba. Sacudía a la niña para que se callara. Mme. Pignou entrecerró los ojos, intentando reconocer en el espejo la cara altiva de otros tiempos, cuando subía y bajaba la Rue des Martyrs en busca de un hombre que le llenara la alcancía.
Se acordó del último, M. Pignou, que la sacó del arroyo y le legó un pequeño apartamento de dos piezas en un quinto piso sin ascensor de Rue Houdon. Todo lo que ella había ido ahorrando entretanto había venido a parar a su hija, que era ni más ni menos que la confitera que veía en el espejo. "¿Qué precio tiene el huevo?" preguntó. "¿Cinta azul o cinta rosa?" preguntó a su vez la confitera. "Rosa" dijo Mme. Pignou. "Rosas hay varios" dijo la confitera, "¡tenga! Sosténgame esto". Y le pasó a la pequeña mulata, que se puso a llorar de nuevo. Mme. Pignou no había cogido jamás un niño en sus brazos. Se desplomó en la silla de fórmica y la apretó contra sí muy fuerte, lo que irritó a la pequeña, que empezó a arañarla cruelmente en la cara, pero el miedo a dejarla caer era demasiado fuerte en Mme. Pignou para poder reaccionar. La confitera, por su parte, había ido a la trastienda y volvía ahora con una escopeta de caza. Apuntó con ella al escaparate y disparó muchas veces, los huevos volaron hechos trizas. La joven prostituta dio un grito y fue a esconderse detrás de un coche. "¡Se me ha escapado la muy puta!" gritó la confitera."¡Lástima que no tenga más cartuchos!" La joven prostituta saltó de detrás del coche y lanzó un adoquín contra el cristal del escaparate, que saltó en mil pedazos. Mme. Pignou fue alcanzada en la frente por una esquirla de cristal. Apretó aún más fuerte contra
sí a la pequeña Nadia, que aullaba cada vez más fuerte, y fue a esconderse detrás del mostrador, entre los sacos de harina. La pequeña, felizmente, no estaba herida, pero Mme. Pignou sangraba abundantemente por la frente. Metió la cabeza detrás del mostrador en el preciso momento en que la joven prostituta, lanzando un grito de guerra indio, penetraba en el interior de la confitería por el boquete del escaparate. Sacó una navaja automática del escote y apuñaló salvajemente a la confitera en la garganta, que, jadeando, intentó agarrarse a los estantes, derribándolos todos sobre sí. La joven prostituta se ensañó aún en el cuerpo de la confitera, clavándole varias veces la navaja en el vientre y en la espalda; la otra acabó hundiéndose en un mar de sangre. La joven prostituta se levantó lentamente, apoyándose en el cadáver de la confitera, y se echó para atrás la mecha rubia que le caía por la frente con el revés de la mano cubierta de sangre. "¡Hala!" dijo, y escupió sobre el cadáver de la confitera, propinándole además una patada en la cara. La pequeña Nadia, a la que Mme. Pignou apretaba en su brazos, batía palmas y se reía a mandíbula batiente. La joven prostituta se derrumbó en la silla de fórmica y se puso a sollozar, manchándose las mejillas con las manos inundadas de la sangre de la confitera. Luego cubrió el cuerpo de la confitera con sacos de harina y los regó de ron. Mme. Pignou apretaba tanto contra sí a la pequeña Nadia que tuvo miedo de asfixiarla. "Voy a salir" se oyó decir con voz firme. La joven prostituta no la oyó. Fue a buscar una caja de cerillas detrás de la caja riendo como una loca. Prendió el ron de los sacos, que echaron a arder al instante y se puso a saltar entre las llamas, lanzando gritos. Mme. Pignou recobró sus bríos juveniles, se precipitó sobre su viejo bolso de cuero negro caído en tierra, e introdujo en él a la pequeña mulata. Se dispuso a atravesar el escaparate.
La joven prostituta se había convertido en una antorcha viviente que corría en todas direcciones, estrellándose contra los espejos y haciéndolos pedazos. Mme. Pignou se armó de valor y atravesó la confitería con su bolsa, en la que iba metida la pequeña Nadia bajo el brazo. A punto estuvo de caerse al tropezar con el cadáver de la confitera. Finalmente logró trepar por el escaparate, y se dejó caer al exterior. Las llamas habían alcanzado ya toda la confitería, y una inmensa humareda empezaba a extenderse desde el interior. Arrastró algunos metros el bolso que contenía a la pequeña Nadia, se sentó sobre la acera y lo abrió. Del bolso salió una espesa nube de humo, la pequeña Nadia había muerto asfixiada. Mme. Pignou la depositó en el agua de la cuneta, que corría abundantemente. Se puso en pie, apoyándose en el parachoques de uno de los coches aparcados y se volvió para contemplar el escaparate de la confitería, cuyas llamas alcanzaban ya más de dos metros. Los vecinos salían a observar, se oían las sirenas de los bomberos. Mme. Pignou recobró su porte de antaño para recorrer los pocos metros que la separaban del incendio. Ya ante la vitrina, tuvo un momento de vacilación. Una explosión hizo volar lo poco que quedaba del escaparate. El interior de la confitería era como una marmita de chocolate hirviendo. Los cadáveres de la confitera y la joven prostituta flotaban allí en medio. Una espesa humareda salía de la trastienda. Mme. Pignou frunció los ojos, y vio en medio de la humareda la cara de su madre, lavandera del Canal St.-Martin, a la que no había podido conocer. Vio la cara de su madre como en un medallón, tal como siempre se la había imaginado. Los bomberos detenían sus coches delante de la confitería, Mme. Pignou continuó su camino, llegó a la esquina de la Rue Frochot y se volvió. El fuego se había extendido a todo el edificio, había heridos graves; intentaban reanimar a la pequeña Nadia con un balón de oxígeno. Mme. Pignou sacó sus gafas para ver la escena más de cerca. Los cadáveres de la confitera y la joven prostituta habían sido colocados en sendas camillas y subidos a una ambulancia. En cuanto a la pequeña Nadia, el equipo de médicos se esforzaba por salvarla, los vecinos se precipitaban a ofrecer su sangre. Mme. Pignou recogió su bolso, dejó caer las gafas. Subió trabajosamente la Rue Frochot, toda llena de moretones, su viejo vestido negro hecho jirones, un chichón en la frente, y la cara cubierta de sangre. Al llegar a Place Pigalle, fue a refrescarse la cara en la fuente. La vendedora de periódicos del domingo vino a ver qué le ocurría, y le gruñó: "Otra vez ha vuelto a caerse en la cuneta, Mme. Pignou ¡es usted incorregible!" Mme. Pignou sacudió la cabeza de izquierda a derecha, y señaló con mano temblorosa la columna de humo que se veía salir del comienzo de Rue Frochot; la vendedora de periódicos, lanzando un grito, se dirigió corriendo al lugar del siniestro. Varios coches de bomberos llegaban de Place Clichy. "No es verdad" se dijo Mme. Pignou. Recogió del suelo su huevo de pascua, que se le había caído, y subió hacia su casa, un quinto piso de la Rue Houdon. Se sentó a la mesa y devoró el huevo en tres minutos.
2 comentarios:
07:59
La verdad es que -oh sublime frivolidad- lo primero que se me ocurre decir es que el huevo le salió gratis. Me ha encantado esa placidez con que comienza y como termina desplomándose en el caos.
Como final alternativo se me ocurre que la vieja debió coger a la niña muerte y entrar de nuevo en el escaparate para cerrar el ciclo de descendencias de una vez. Pero dicho sea sin desmerecer en absoluto el actual final. Me ha parecido una historia genial.
09:25
No logro superar la barrera de lo macabro.
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