El puesto

El puesto

Por Herbert Mundy


El puesto no era más que una media agua forrada de calamina, unos pellejos de cordero sobre un catre oxidado, un barril a modo de mesa y una cocina a leña. Aquello pasaba a ser el espartano mobiliario del puesto. Ubicado en la cima de una loma baja, tenía una vista privilegiada de las extensas pampas que conformaban el vértice norte de la estancia, por carecer de resguardos naturales, quedaba expuesta a los fríos vientos que azotan la Patagonia durante todo el año. Un reparo para el caballo y las casuchas de los perros completaban aquel rudimento de hogar.

El chilote Aguilar era su único y solitario ocupante. Había llegado al páramo a los dieciocho años con el ánimo de trabajar duro y juntar lo suficiente como para comprarse un terreno y volver a su Queilen natal. Habían pasado cuarenta y tantos inviernos y sólo había logrado trabajar duro y sin descanso. Manos de hierro y un cuerpo delgado y firme como el acero. No denotaba los sesenta y cinco años bien cumplidos, eran el único beneficio obtenido en una vida de esfuerzo. Nunca juntó un cinco, parecía que la plata le quemaba las manos, las contadas veces que bajaba al pueblo se iba directo a alguno de los abundantes lupanares existentes en el poblado, una vez que había bebido unos tragos parecía que no había alcohol suficiente para apagar su sed, así pasaba un par de semanas, en los que cada mañana amanecía en un catre mugriento con una mujerzuela que no recordaba haber conocido y cada vez con menos plata en los bolsillos. Esas aventuras terminaban con Aguilar arrastrando los pies, las manos temblorosas, ocasionalmente un diente menos y maldiciendo su mala fortuna, que las putas lo engañaron, que los amigos lo olvidaron. Con la cabeza a punto de estallar ensillaba su caballo y partía a trote lento en dirección al puesto, éste, no obstante lo precario de su construcción, era el único refugio en donde podía echar los huesos sin ser molestado. El hedor de los chincheles demoraba aun un par de días en desaparecer de su ropa.

Los días pasan lentos en la pampa, levantarse al alba, recorrer los cercos, repararlos si es el caso, ayudar a parir a los animales, ayudar a morir alguna oveja mal herida, capar, carnear, eran sus labores habituales, siempre con el viento silbando a su alrededor, siempre solo. Hacía años que había dejado de soñar con un futuro distinto, ni hablar de un futuro mejor, la aparente libertad de las cientos de hectáreas que constituían su jurisdicción, no era otra cosa que las paredes de su prisión.

La mañana que el gringo Mac-Lean llegó con sus pilcheros cargados con los víveres para el invierno, fue recibido con alegría. El gringo hablaba un lastimero castellano, su inglés era bastante pobre y el gaélico de sus padres no era hablado por nadie en la pampa. En términos prácticos era una suerte de sordomudo quejumbroso, pero, como el dialogo no era el fuerte de Aguilar -nunca fue muy locuaz y los años de soledad en el puesto sólo reforzaron esta condición- se entendían bastante bien, por lo demás un par de chuletas de capón y un mate caliente mientras miraban el infinito mar de pasto, parecían ser el lenguaje universal de la estepa.

La nariz del gringo, roja como un pimiento y su panza prominente, hablaban de una potente afición al aguardiente, reemplazo natural de su whisky natal, unas crenchas rubias bajo la boina mugrienta, bombachas y tirador constituían su indumentaria habitual. El gringo no jodía a nadie y su trabajo consistía en abastecer los diferentes puestos de la enorme estancia. Traía también alegría a los puesteros pues, contra las instrucciones expresas del administrador, gran parte de la carga de los pilcheros estaba reservada a diversos tipos de alcohol.

No bien había terminado de descargar sus vituallas se desató una ventisca que se constituyó en invitación a calentar el cuerpo, el gringo era generoso y de inmediato sacó un par de botellas de fuerte, un par de tragos y ya la sed hizo de las suyas, ambos bebieron en un respetuoso silencio compartido hasta emborracharse. El gringo salió al exterior a vaciar la vejiga, al volver, aun amarrándose el pantalón, se estrelló con el chilote que salía presuroso con idéntico afán, por no estar firme en el tirador, el facón del gringo cayó al suelo. Ambos se miraron con ojos vidriosos, el gringo se apuro en recoger el cuchillo pero el chilote fue más ágil, una certera puñalada en el pecho acabó con la vida del gringo Mac-Lean, el chilote lo pateó hacia el exterior, el gringo cayó con los brazos abiertos, de la herida manaba abundante sangre tibia, que, en la fría tarde, arrojaba una vaharada de vapor, cual si del último hálito de vida se tratase.

- Fue en defensa propia, era él o yo- se repetía el chilote en la neblina de su borrachera, vació la botella de un trago, se dejó caer en el catre y durmió su ebriedad.

La mañana siguiente los rayos del sol iluminaban con fuerza el puesto perdido en el tiempo, al salir a buscar agua para sacarse la resaca, el chilote Aguilar se encontró con el gringo semienterrado en la nieve, media docena de caranchos ya le habían comido los ojos y gran parte del rostro.

Sin apuro ensilló su caballo, no tenía claro que diablos había pasado la noche anterior, pero se dijo, ya estaba siendo hora de volver a Queilen.

2 comentarios:

Anónimo dijo...
21:00
 

Este relato es fantástico. Me encanta. No me canso de leerlo. Gracias por hacérnoslo llegar.

Andrea dijo...
09:07
 

Muy bueno!!!, me recuerda algunas historias del fin del mundo que obligadamente tuve que conocer.