Se decía que había sido duro

Se decía que había sido duro


Por Herbert Mundy

Se decía que había sido duro, consigo mismo y con sus hijos, aparentemente el frío de la estepa magallánica había curtido su piel, profundas grietas surcaban su cara como si de ríos se tratase, así también su alma. Sin el alimento de una palabra afectuosa o de una mirada benevolente, sus hijos crecieron bajo la caricia brutal del viento de la pampa, la madre, muerta cuando ellos eran párvulos, era en sus mentes menos que un recuerdo, así, no es de extrañar que fueran diestros en el arte de domar baguales y lacear torunos cerriles a la hora de la reflexión, usualmente sus problemas se resolvían partiéndole el hocico al contrario, habilidad en la que eran en extremo competentes.

La mirada torva, el contoneo propio de un matón de puerto distinguía a los hermanos Paillamán del resto de los habitantes del poblado abandonado a la orilla del estero. El mayor, bajo, de espaldas cuadradas, diestro con los puños, el lazo y las putas, era el líder natural de la manada compuesta de sus dos hermanos gemelos, alcohólicos desde temprana edad, cuchilleros y, según se rumoreaba en voz baja y con temor, maricas, más de alguien les había visto entre las matas de calafate con los marineros de los barcos caponeros, entreveros brutales que usualmente terminaban con un gringo acuchillado sobre el coirón.

Por esos vericuetos de la vida que hoy la ciencia busca achacar a la genética, y antes el populacho a la voluntad divina, la menor de los hermanos era delicada como una flor, lo que no había impedido que el viejo Paillamán, su padre, acostumbrara de pequeña a partirle el espinazo a guascazos. Así, de pequeñita aprendió a cocinar, remendar y estar pronta a sacarle las botas de montar al viejo cuando éste, borracho se lo pedía, una patada en el hombro era la recompensa usual. La esposa del viejo había muerto al parirla y, al parecer, eso no se le perdonaba. Al morir el viejo Paillamán la mocosa ya tenía doce años y el cuerpo de los que crecen pasados de hambre, debía atender a sus hermanos quienes la estimaban tanto como a sus perros.

Si mientras vivió el viejo la vida fue un infierno, al morir éste la cosa empeoró, para sus hermanos seguía siendo la cocinera, pero además, su hermano mayor en las frías tardes del invierno austral no dejaba de mirarla con los ojos velados por el alcohol, sintiendo el aguijón del deseo que recorría su cuerpo de animal. En un comienzo fue un agarrón al pasar, celebrado por los gemelos con grandes risotadas, luego fue cogerle con firmeza sus curvas raquíticas, su mirada de espanto no hacía más que estimular aquellos apretones brutales. Ella se refugiaba en un rincón de la cocina mientras los otros seguían bebiendo hasta quedar botados. Ella ya había visto al potro del administrador hacérselo a las yeguas del viejo y sabía lo que vendría.

La noche que clausuraron el puterío del turco Ahmed, sus hermanos llegaron llenos de ira y deseo, no terminaron de desmontar cuando ya el mayor, de un zarpazo le quitó el apolillado vestido, los otros miraban y reían celebrando la ocurrencia, una bofetada para que callara, otra para que gritara.

- ¡Me gusta que peleen guevona!¡pelea mierda!- Su mano mugrienta le hurgaba el sexo mientras ella lloraba en silencio.

- ¡Anda a traerme trago porquería! Será que a esta gueona nunca se lo metieron, que creen ustedes par de idiotas, ¡trae trago te dije!

La mocosa buscó en la despensa unas botellas de aguardiente, nunca faltaba trago en la casa, y se las dejó a los hermanos quienes como bestias sedientas bebieron hasta la inconciencia.

El sargento no podía creer lo que veía, el mayor de los Paillamán tenía quince cuchilladas en el cuello, los gemelos habían sido apuñalados otras tantas veces, no se había visto tal ensañamiento en el pueblo.

-Ya, ahora cuenta que pasó, no andí llorando como las tontas, voh viste lo que pasó, o contai aquí o te llevo detenida por obstrucción a la justicia- Al sargento le gustaba la expresión obstrucción a la justicia y la mayoría sino todos sus detenidos, eran acusados de aquello.

-No jorobe a la niña sargento- La alta figura del joven juez del pueblo se interpuso entre ambos, -oiga y aprenda, en un homicidio común y normal se apuñala una o dos veces, lo suficiente como para segar la vida, cuando hablamos de diez o más puñaladas estamos evidentemente ante un crimen pasional, en este caso, por los antecedentes de los Paillamán, un homicidio entre invertidos, no me extraña de los mellizos, me sorprende que el mayor fuera de los mismos. Deje a la niña en paz y busque en el caponero que atracó esta mañana. Al primer gringo maricón que pille me lo baja a punta de lumazos, ese será el culpable. Ahora saquen los cuerpos y dejen tranquila a la menor- Cuerpos, sables y caballos bajaron al pueblo dejándola sola en su soledad.

La niña, temblando aun, comenzó a baldear la rancha, luego lavó los trastos, le costó su buena media hora sacarle la sangre seca al verijero del viejo.

2 comentarios:

¿Quién es Herbert Mundy? ¿El nuevo Quiroga natalino? Me gustó el cuento.

Anónimo dijo...
11:58
 

seguro que es un chilote que se cree inglés