El arreo
Por Herbert Mundy
Ilustración de Francisco Amighetti, grabado en madera 1934, publicado por la Imprenta Nacional en San José de Costa Rica. |
Los caballos descansaban amarrados al tronco reseco de una lenga retorcida. Los cuatro jinetes hacían lo propio cubiertos de la suave nevada por gruesas mantas de castilla. Hasta ahora el arreo se desarrollaba sin problemas, los vacunos pastaban encerrados en un precario corral conformado en dos de sus vértices por un áspero morro, tan comunes en el norte de la provincia y en los restantes, por una alambrada unida firmemente a algunos arbustos. Mientras no se asustaran el cerco los contendría.
Los arrieros no tenían con qué matar el hambre y el descanso, aunque necesario para hombres y bestias, no ayudaba mucho con el frio, había que terminar pronto la faena, cobrar y largarse. Por su oficio no podían darse el lujo de encender un fuego, pero la botella de vino pasó de boca en boca calentando las tripas por dentro.
Temprano en la madrugada habían cruzado la frontera. El corte de los alambres había sido el trámite de inmigración. Aun no se alejaban lo suficiente como para estar tranquilos pero, al menos, contaban con que los propietarios del ganado tendrían que enfrentar la burocracia migratoria de ambos países antes de poder hacer cualquier denuncia. En cuanto oscureciera, cuatro o cinco de la tarde en esa época del año, continuarían la marcha hasta llegar a la estancia ubicada en la otra orilla del río, este llevaba poco caudal en invierno por lo que no supondría un obstáculo, una vez allí se dirigirían hasta el viejo galpón de esquila en donde el austríaco Goic los esperaba con un par de matarifes bien dispuestos a carnear.
El austríaco tenía una bien surtida carnicería en el pueblo y varías propiedades en arriendo. La base de su próspero negocio estaba en el ganado mal habido, la usura y la devoción a la Virgen de Lourdes. Esto último lo hacía participar en cuanta procesión había y cuyos réditos consistían en compartir los domingos la mesa con el párroco y una vez al mes, el obispo. Aura de santidad que le permitía moverse con relativa impunidad en un pueblo aun sensible a los oropeles de la curia.
Los arrieros llegaron al lugar de encuentro calados hasta los huesos, se había levantado viento y la nieve se había convertido en lluvia; la cabalgata en medio del barro y el cruce del río, más difícil de lo esperado, habían convertido estos últimos kilómetros en los más cansadores de las últimas jornadas. No estaban de ánimo para recibir las pullas con que los recibió el austríaco y menos para que se les mezquinara el pago de los animales, pero Goic era alto y fornido, nunca se había dicho que fuera cobarde y los dos matarifes con sus implementos de carneo no estimulaban la confrontación.
El que hacía de líder del grupo intentó negociar y acercarse siquiera al precio pactado, pero Goic sabía perfectamente que los cuatreros tenían que vender ahora, el tiempo no jugaba en su favor. Si el austríaco se largaba tendrían que abandonar los animales, los pacos andaban bravos combatiendo el abigeato y a nadie le importaba mucho si un cuatrero quedaba a la orilla del camino con una bala en la espalda, tenían que vender ahora o se jodían.
Recibieron el dinero, menos de la mitad de lo esperado y partieron, algunos al pueblo a lo de siempre, alcohol y mujeres, otros a sus querencias donde los esperaban la mujer y las crías.
El líder del grupo se quedó atrás, no le había gustado la aspereza del austríaco de mierda, pero qué iba a hacer, apoyado en el galpón lió un cigarro. Podrían haber intentado quitarle el dinero, pero no hubiera sido fácil, mas de alguno hubiese resultado herido, sino muerto, y aun así el éxito de la empresa no estaba asegurado, mejor olvidarse del asunto. El viento rugía a su alrededor y ahora la lluvia había trocado en nieve, buena ventisca se dejaría caer pensó. Resignado se dirigió hacía su cabalgadura. De pronto su mirada se posó en los fardos de lana abandonados bajo el galpón, lana de mala calidad que los gringos no habían querido comprar, seca como la yesca. Sin pensar, como en todas las decisiones de su vida, arrojó un fósforo encendido. En un comienzo la llama creció tímida y el viento amenazó con apagarla, pero de pronto cobró vida y con la tormenta como combustible las llamas crecieron lujuriosas, pronto el galpón ardía por los cuatro costados.
El caballo se detuvo al acercarse al río, su jinete miró hacia atrás, a lo lejos vio como el fuego había perdido intensidad y que todo era ya ceniza. Pasarían varios años antes que pudiera sacarse de la cabeza los gritos del austríaco y sus carniceros.
Los arrieros no tenían con qué matar el hambre y el descanso, aunque necesario para hombres y bestias, no ayudaba mucho con el frio, había que terminar pronto la faena, cobrar y largarse. Por su oficio no podían darse el lujo de encender un fuego, pero la botella de vino pasó de boca en boca calentando las tripas por dentro.
Temprano en la madrugada habían cruzado la frontera. El corte de los alambres había sido el trámite de inmigración. Aun no se alejaban lo suficiente como para estar tranquilos pero, al menos, contaban con que los propietarios del ganado tendrían que enfrentar la burocracia migratoria de ambos países antes de poder hacer cualquier denuncia. En cuanto oscureciera, cuatro o cinco de la tarde en esa época del año, continuarían la marcha hasta llegar a la estancia ubicada en la otra orilla del río, este llevaba poco caudal en invierno por lo que no supondría un obstáculo, una vez allí se dirigirían hasta el viejo galpón de esquila en donde el austríaco Goic los esperaba con un par de matarifes bien dispuestos a carnear.
El austríaco tenía una bien surtida carnicería en el pueblo y varías propiedades en arriendo. La base de su próspero negocio estaba en el ganado mal habido, la usura y la devoción a la Virgen de Lourdes. Esto último lo hacía participar en cuanta procesión había y cuyos réditos consistían en compartir los domingos la mesa con el párroco y una vez al mes, el obispo. Aura de santidad que le permitía moverse con relativa impunidad en un pueblo aun sensible a los oropeles de la curia.
Los arrieros llegaron al lugar de encuentro calados hasta los huesos, se había levantado viento y la nieve se había convertido en lluvia; la cabalgata en medio del barro y el cruce del río, más difícil de lo esperado, habían convertido estos últimos kilómetros en los más cansadores de las últimas jornadas. No estaban de ánimo para recibir las pullas con que los recibió el austríaco y menos para que se les mezquinara el pago de los animales, pero Goic era alto y fornido, nunca se había dicho que fuera cobarde y los dos matarifes con sus implementos de carneo no estimulaban la confrontación.
El que hacía de líder del grupo intentó negociar y acercarse siquiera al precio pactado, pero Goic sabía perfectamente que los cuatreros tenían que vender ahora, el tiempo no jugaba en su favor. Si el austríaco se largaba tendrían que abandonar los animales, los pacos andaban bravos combatiendo el abigeato y a nadie le importaba mucho si un cuatrero quedaba a la orilla del camino con una bala en la espalda, tenían que vender ahora o se jodían.
Recibieron el dinero, menos de la mitad de lo esperado y partieron, algunos al pueblo a lo de siempre, alcohol y mujeres, otros a sus querencias donde los esperaban la mujer y las crías.
El líder del grupo se quedó atrás, no le había gustado la aspereza del austríaco de mierda, pero qué iba a hacer, apoyado en el galpón lió un cigarro. Podrían haber intentado quitarle el dinero, pero no hubiera sido fácil, mas de alguno hubiese resultado herido, sino muerto, y aun así el éxito de la empresa no estaba asegurado, mejor olvidarse del asunto. El viento rugía a su alrededor y ahora la lluvia había trocado en nieve, buena ventisca se dejaría caer pensó. Resignado se dirigió hacía su cabalgadura. De pronto su mirada se posó en los fardos de lana abandonados bajo el galpón, lana de mala calidad que los gringos no habían querido comprar, seca como la yesca. Sin pensar, como en todas las decisiones de su vida, arrojó un fósforo encendido. En un comienzo la llama creció tímida y el viento amenazó con apagarla, pero de pronto cobró vida y con la tormenta como combustible las llamas crecieron lujuriosas, pronto el galpón ardía por los cuatro costados.
El caballo se detuvo al acercarse al río, su jinete miró hacia atrás, a lo lejos vio como el fuego había perdido intensidad y que todo era ya ceniza. Pasarían varios años antes que pudiera sacarse de la cabeza los gritos del austríaco y sus carniceros.
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