Herbert Mundy: Robert A.
Robert A. llegó a Puerto Natales en 1910, antes de ello servía como grumete en un viejo crucero de la Royal Navy destinado a mantener la soberanía británica en las Islas del Atlántico Sur. El hielo, el frio y las tormentas habían sido sus compañeros en una misión donde el aparente sinsentido de proteger unos roqueríos inhabitables, quitaba todo ribete heroico a los riesgos que a diario corría la tripulación. Cansado de la tiránica disciplina imperante a bordo y mientras su buque permanecía en carena en Punta Arenas, decidió desembarcar sin autorización de sus superiores e iniciar una nueva vida en estos pagos. Alejándose de los tentáculos de S.M. Británica se afincó en Puerto Natales, en aquel entonces un caserío y en donde nadie parecía tener mayor interés en el pasado de los muchos inmigrantes que intentaban domeñar estas soledades. Era joven, vital y con una inteligencia natural que suplía su falta de estudios formales. Sus habilidades mecánicas le rindieron frutos en la reparación y mantención de maquinaria a vapor, tecnología que constituía el motor que movía el mundo en aquellos días. Se le conocía como el ingeniero, título por cierto nunca obtenido, y se movía en este pequeño retazo del mundo como tal. Aun hoy es posible observar en los restos de su taller, ubicado en una de las calles principales del pueblo, cerca del mar, la corroída placa de bronce que anunciaba a su propietario y su oficio: Robert A. Steam Engineer.
No obstante las pequeñas alteraciones que había incorporado en su pasado y el nuevo estatus que había adquirido, el inglés llevaba una vida sencilla cuyos pilares eran el trabajo y el ahorro. Pronto se casó y en breve tiempo pudo verse a un par de niñas jugar en la huerta de su casa. Frecuentaba a sus compatriotas de las estancias de éste y del otro lado de la cerca, aún hoy es posible ver su membresía en el Club Inglés de Río Gallegos. Como muchos ingleses de la Patagonia, ocultaba su pasado humilde, y, como todos, se comportaba cual si en su patria hubiese sido un gran terrateniente. A pesar de esta circunstancia, o quizá gracias a ella, era apreciado por los pobladores. Socio fundador de la recién formada Cruz Roja y centro forward del club deportivo Bories. Ejemplo de lo que se suponía debía ser un ejemplar de la raza británica: metódico, perseverante y miembro activo de su comunidad.
Durante el año de 1914, siguió atentamente las noticias relativas a las primeras escaramuzas de la Gran Guerra, la información llegaba con retraso y hablaba del entusiasmo con que los hijos de Albión se enlistaban como voluntarios en los regimientos destinados al frente francés. Siendo joven y apto para el servicio, se sentía incómodo al ver como las familias británicas de la región enviaban a sus hijos a defender la patria y al Rey, mientras él llevaba una cómoda existencia lejos de todo peligro. La fiebre de la guerra heroica había llegado a la Patagonia.
Durante ese año y parte del siguiente se debatió en la duda, la molicie del hogar, la familia o la aventura de la guerra, la incertidumbre. Cansado de aquello, sintiendo la fuerza imperiosa del deber y, fundamentalmente, pensando que la guerra duraría poco, se despidió de su mujer e hijas, les prometió volver pronto y en Punta Arenas se embarcó con destino a Southampton. El viaje fue largo y tedioso, con escalas en Buenos Aires y Montevideo, lo acompañaban otros ingleses o hijos de ingleses nacidos en América, todos tan ignorantes como él de la carnicería a la que voluntariamente se dirigían y con la misma inocencia reflejada en sus pálidos rostros.
Finalmente, una brumosa noche de invierno, arribó al puerto de destino. Empleó parte de la noche en ubicar un lugar limpio y decente donde alojar, bebió alguna cerveza tibia y se durmió temprano. La mañana siguiente, junto a otros compañeros de viaje, se dirigió al Servicio Naval ansioso de enrolarse en alguna de las naves de guerra de la Armada Real.
Fue ahorcado en Portsmouth una luminosa mañana de enero. Su cuerpo fue arrojado en una fosa común. Al momento de presentarse el nuevo recluta, la Armada Real -siempre ordenada, metódica y eficiente- comprobó que había desertado de una nave de guerra de Su Majestad. El juicio fue breve, la sentencia implacable.
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